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Sagan gana con la noche cayendo sobre Wevelgem |
Desde
tiempos inmemoriales, los monumentos del ciclismo han sido cinco. La
Milan-Sanremo, el Tour de Flandes, la París-Roubaix, la
Lieja-Bastoña-Lieja y el Giro de Lombardia, carreras que transcurren
en las tres grandes naciones del ciclismo y que honran la cultura del
centro de Europa, del sueño de la gran Europa decimonónica, desde
los campos del Norte de Bélgica, por las ardenas flamencas, hasta el
Mediterráneo, por la Liguria. Estas carreras, junto al Tour de
Francia, el Giro de Italia y el campeonato del mundo en ruta
represantan la base de más de un siglo de ciclismo, gran parte de la
historia del deporte más bello de todos. El ciclismo es el deporte
que muestra el esfuerzo humano por atravesar territorios y fronteras,
y en su naturaleza se asemeja a la de los aventurados constructores
de ferrocarriles o a los correos diplomáticos en tiempos de guerra,
ambas cosas todavía existentes cuando empezaron las carreras
ciclistas a finales del siglo XIX. No hay otro deporte que tenga un
Poggio, un Aremberg, un Tourmalet. En el ciclismo son tan importantes
los deportistas como los lugares en los que sucede. Wembley o
Maracaná han cambiado hasta ser irreconocibles, al igual que el
mítico trampolín de Holmenkollen, para cubrir necesidades más
relacionadas con el negocio que con el deporte. Pero hay otro hecho
que hace más grande al ciclismo, y es que esos lugares no son solo
grandes por el ciclismo, sino que suelen llevar asociada una historia
previa, una historia más grande que la de los vencedores, más
grande que el propio ciclismo. El ciclismo honra esa historia, tanto
como la suya propia.
Quizás
la carrera que mejor resume esa idea sea el Giro de Italia, que
siempre en su recorrido parece que intenta homenajear a la historia y
a la cultura italiana. También pasa en el Tour de Francia, aunque
Italia, por las propias características como nación, parece más
acusado. En algunos momentos del Giro, la competición pasa a un
segundo lugar, el habitual tedio de una etapa de transición donde
parece que nada va a suceder se transforma en un acto de
reivindicación del paisaje y de la cultura italiana. El ciclismo es
un deporte donde se atraviesa un espacio. Un deporte que une,
hermana, dos ciudades. Como la Milán-Sanremo, la París-Roubaix, la
París-Bruselas (desgraciadamente venida a menos y renombrada
únicamente como Clásica de Bruselas) o la carrera de la que quiero
hablar hoy: la Gante-Wevelgem. Esta carrera que hace años servía de
transición entre el Tour de Flandes y la París-Roubaix, ha ido
ganando peso específico a lo largo de los años gracias al buen
hacer de sus responsables, algo extraño en unos tiempos donde más
bien sucede lo contrario: en busca de la explotación comercial más
abusiva, los organizadores de las carreras están destrozando la
tradición y la belleza de las carreras ciclistas. No ocurre eso en
la Gante-Wevelgem, como digo, donde desde hace años han decidido
alargar el kilometraje hasta los casi 250 kilómetros de carrera,
logrando un magnífico equilibrio entre la dureza de los muros y su
ubicación en el recorrido. En el ciclismo contemporáneo, dominado
por estrategias conservadoras y “científicas”, asistimos a
carreras aburridas que habitualmente se deciden en los kilómetros
finales. En esta carrera flamenca, las dificultades están sabiamente
implementadas, para que no gane el más fuerte, sino el que cumpla
una serie de méritos no siempre relacionados con el físico puro y
duro, sin olvidar factores como la buena o la mala fortuna (caídas,
pinchazos y otros elementos aleatorios que han sido muchas veces
clave en esta carrera).
Si
comparamos la evolución reciente de la Gante-Wevelgem con la del
Tour de Flandes (Ronde van vlaanderen en su nombre oficial), la
primera gana por goleada. El Tour de Flandes, la fiesta del ciclismo
de las dos provincias flamencas (es un deporte que une dos
territorios, los hermana), es principalmente eso, una fiesta, un
evento, y por el camino ha sacrificado el ciclismo y su aspecto
monumental, renunciando a sus señas de identidad (los pasos por los
muur de Geraardsbergen y Bosberg) para poder explotar comercialmente
el acontecimiento, colocando gradas de pago y vendiendo al mejor
postor su zona de llegada. Un final frío, oscuro, anónimo, una
larga recta tétrica en la entrada de Oudenaarde, ha sustituido desde
hace unas cuantas ediciones al incomparable curveo antes de enfrentar
la línea de meta en Meerbeke, que tantos grandes momentos ha dado. Y
ha llenado su parte final de muros de gran dificultad, eliminando el
grado táctico, la posibilidad de sorprender con ataques valientes.
Todo suele reducirse a una carnicería en los pasos finales al Oude
Kwaremont y el Paterberg, encadeneados de manera fatal, avocando la
carrera a un final previsible, alejado de la grandeza de las
clásicas. En cambio, la Gante-Wevelgem ha sacrificado la
espectacularidad y los réditos económicos inmediatos en favor de la
monumentalidad. No solo en el kilometraje ya señalado. El punto
central de la carrera, el Kemmelberg, es innegociable, donde se
concentra el interés de la carrera y cientos de espectadores esperan
la llegada de los ciclistas. En esta edición de 2016 se ha
recuperado otra de las subidas adoquinadas a la colina, que atraviesa
el osario que hay en una de sus laderas, incidiendo en esa idea de
monumentalidad. Su inclusión fue un total acierto, pues allí llegó
el grupo unido y salió despedazado. El primero en coronarlo fue el
ruso Kuznetsov, que iba escapado, y por detrás atacó Cancellara
primero y Sagan después. Tras ellos, un grupo con Vanmarcke, Van
Avermaet, Stybar y el inevitable Sky, Rowe. El primero de este
cuarteto, tuvo la suficiente fe para ir a muerte tras coronar el muro
y enlazar con los dos de delante, que junto al ruso escapado se
jugarían la victoria, mientras el trío que abandonó Vanmarcke se
veía irremediablemente cortado por el viento y era finalmente
engullido por el pelotón.
El
Kemmelberg está ahí. Habrá ediciones donde subirlo sea un mero
trámite, a veces llegará la carrera ya rota siendo un desgaste más
y otras donde sea completamente decisivo, como fue el caso. Pero la
colina estará siempre ahí, ya lo estaba antes del ciclismo y lo
seguirá estando cuando ya no exista ciclismo (o al menos espero que
así sea). El nombre, Kemmel, viene del dios celta de la guerra
Camulos, y la villa que lo abraza desciende de una ocupación de más
de 25 siglos. Es el monumento de la Gante-Wevelgem, una carrera
monumental. Monumental también por su ambición a todos los niveles:
deportiva, cultural e incluso plástica. Porque el ciclismo, al igual
que todos los deportes (y ahí radica su belleza) se transmite a la
gente a través de una forma, un estilo visual perfeccionado a lo
largo de décadas, hasta el punto d que hoy vemos deporte
inconscientemente, pero si ponemos atención descubrimos una perfecta
técnica de montaje, de planos que se suceden. El ciclismo es el más
difícil, porque es el más incontrolable. El fútbol y el baloncesto
es una sucesión de planos generales, planos cortos en las
interrupciones y repeticiones. El atletismo, los deportes de invierno
o la natación están limitados a cámaras fijas y travellings
estudiados. Pero el ciclismo es una continua lucha por hacer frente a
las dificultades orográficas, medioambientales y a los propios
cambios imprevisibles de la carrera. Y aún así, el más bello. Y la
cumbre de su belleza única son las carreras de Flandes y
especialmente la Gante-Wevelgem, con sus interminables rectas, con
los grupos en abanico persiguiéndose unos a otros, filmándose bien
en planos aéreos o en cámaras sobre motos, asistiendo a los efectos
increíbles de la profundidad de campo.
La diosa Niké saluda a los ciclistas |
Desde
hace un par de años, la Gante-Wevelgem se llama oficialmente
Gante-Wevelgem In Flanders Fields. Y es precisamente eso, la belleza
de los campos de Flandes y los caminos que lo atraviesan, por encima
de las dificultades montañosas, de la competición. El espacio que
se cruza. La belleza de esos campos y su historia. In Flanders Fields
se llama el museo que hay en Ypres, la última localidad de
importancia que atraviesa la carrera antes de llegar a Wevelgem. Esta
villa y sus alrededores fueron el centro de varias de las batallas
capitales de la primera Guerra Mundial. Cuando se cumplieron cien
años de la contienda, de las batallas horribles ocurridas allí, la
carrera cambió de nombre. Y por eso en su recorrido se suceden los
memoriales a los caídos de ambos bandos, el recuerdo del horror
impregnado en esos campos, que cuando llueve y hace viento, llena de
barro a los ciclistas. De Ypres se sale por la puerta de Menin, el
impresionante monumento dedicado a los cuerpos de los soldados jamás
identificados que murieron en los campos de Ypres. Recuperar la
subida a la otra vertiente del Kemmelberg, no es solo una manera de
añadir dificultad (un estudio de un medio belga considera esta
vertiente como el muur más complicado de todo Flandes), sino que
forma parte de ese homenaje. En la cumbre se encuentra un osario con
restos de más de cinco mil soldados franceses que murieron
bombardeados por artillería alemana, además de por la exposición a
gases tóxicos en la primera vez que se utilizaban en el conflicto
armado. Los ciclistas atravesaron el monumento dedicado a la diosa de
la victoria Niké que honra a los soldados franceses. Es el enésimo
monumento de esta carrera monumental, en todos los sentidos.
Como
monumental fue su ganador, el tremendo Peter Sagan, nacido para ser
uno de los mejores ciclistas de la historia, pero al que se le
resiste habitualmente la victoria. Su puesto suele ser el segundo. En
el Tour de Francia suele hacer unas diez posiciones entre los cinco
primeros a lo largo de todo el transcurso de la carrera. Ha perdido
de forma imprevista ante corredores a priori menos veloces que él,
la última ocasión, hace un par de días en el E3 Harelbeke, la
carrera que precede a la Gante-Wevelgem y que fue igualmente
espectacular, terminado con un legendario duelo entre los dos últimos
campeones del mundo (¿cuántas veces se ha podido decir esto en una
carrera ciclista?) decantado a favor del polaco Michal Kwiatkowski.
Pero Sagan persevera. Persevera en los errores, sabiendo que algún
día acertará. Hoy Kwiatkowski no corría, pero Sagan sí, siempre
al ataque, siempre generoso, pese a que habitualmente los que son
rápidos en las llegadas se suelen reservar. Sagan no. Además de
ganar, parece que quiere hacer méritos durante la carrera para
merecerlo. Y por eso no se limitó a seguir la rueda de Cancellara en
el Kemmelberg, sino que lo sobrepasó y lideró a los mejores en la
cumbre y en su complicado descenso. Por eso, en lugar de guardar en
los relevos, dio más que nadie en el grupo de cabeza, donde
Vanmarcke daba relevos de peseta y Kuznetsov, que fue escapado en
solitario kilómetros atrás, se guardaba para cubrirse del viento
que antes le había azotado. En esos campos flamencos tan abiertos,
el viento es violento y determina la carrera, por mucho que ahora ya
no se atraviese zonas marítimas como hace unos años. A Sagan
parecía darle igual. El eslovaco pierde mucho, pero a veces también
gana, y eso es lo maravilloso. Que no es una máquina infalible de
ganar como los monstruos del dopaje y del ciclismo científico.
Pierde más que gana, pero lo intenta siempre, dejando muestras de su
valía como ciclista. Y corre todo lo que puede, durante todo el año,
con mejor o peor fortuna. En el sprint solo tuvo la oposición de
Kuznetsov, el ruso que jugó bien sus cartas, pero lanzó el sprint
demasiado pronto, intentando repetir la jugada de Kwiatkowski en
Harelbeke dos días antes. Pero él no es el polaco y Sagan se pegó
bien a su rueda. Lo rebasó con facilidad y ya no se dejó adelantar.
En la línea de meta, el ruso, moralmente segundo, fue sobrepasado
por Vanmarcke. Cancellara, sin opciones, fue cuarto.
En
la meta, la imagen más icónica fue ver al gigante Tom Boonen
felicitando y abrazando a Peter Sagan. El belga, ganador en tres
ocasiones de la clásica, es el mejor ciclista de la historia en las
clásicas flamencas, ostentando el record de victorias totales en las
más importantes (aunque se le haya resistido siempre la que abre el
calendario flamenco, la Omloop Het Nieuwsblad). Boonen es el gran
monumento belga, y al igual que Sagan ha perdido muchas veces, y ha
ganado también muchas veces siempre que se dieran las condiciones
para sus victorias. Esto es, nunca ha logrado triunfos sobrehumanos.
Un ciclista que ha conseguido ser tan grande como las carreras en las
que participa y que honra con su presencia al maltrecho ciclismo
contemporáneo. En el Kemmelberg, Boonen intentó estar con
Cancellara y Sagan, pero pasó un invierno lesionado y ya está en
los últimos años de su carrera, aceptando una inevitable
decadencia, mientras que su gran rival Cancellara parece haber hecho
un pacto con el diablo (ejem) y está tan fuerte como siempre. Uno y
otro representan diferentes espectros del ciclismo. El clásico, fino
y falible de Boonen; el espectacular, exagerado y de esfuerzo
interminable de Cancellara.
Boonen
se quedó en el monte Kemmel, pero luego lideró a su equipo en la
persecución. En lugar de quedarse en una posición secundaria, como
leyenda y jefe del mejor equipo belga que es, fue el que más
trabajó, mientras que Terpstra y Stybar parecían guardar para otra
ocasión. En parte comprensible, porque Boonen ya lo ha ganado todo y
no tiene nada que demostrar, mientras que los otros aún están
construyendo su palmarés. Pero Boonen tiraba como si no hubiese más
carreras, y era un placer verle comandar el grupo por las rectas
camino de Ypres y Wevelgem. Todos ellos trabajaban para el increíble
Fernando Gaviria, el velocista colombiano que enamora a todos, que no
se conforma con ser el más rápido en los sprints masivos y que pasó
el Kemmel en los grupos cabeceros. Hace unas semanas llegó en cabeza
en el monumento más grande de todos, la Milán-Sanremo. Se colocó
con desparpajo en cabeza, vigilando el grupo y se cayó justo antes
del sprint en una maniobra tonta, quedando en suspense qué podría
haber hecho en la carrera más importante del calendario, a la tierna
edad de 21 años. Hay aficionados que no dudan de que hubiese ganado.
Yo creo que hubiese hecho un meritorio puesto de honor, pero no se
hubiese impuesto a corredores de mayor fondo. Roelandts, que no es
sprinter, fue tercero, ganando a muchos más rápidos que él. El
miércoles en la Dwars door Vlaanderen, en otra gran clásica del
calendario flamenco, también llegó en cabeza con todo a favor para
ganar y sólo pudo ser décimo. En la llegada a Wevelgem, luchando
por el quinto puesto, no consiguió imponerse a Arnaud Démare,
precisamente vencedor de la Milan-Sanremo que muchos atribuyen
imaginariamente a Gaviria de no haberse caído. No dudo que Gaviria
será el hombre a batir en muchas de estas clásicas en los próximos
años, pero ahora mismo en un sprint, tras todo el kilometraje y
todas las dificultades orográficas y medioambientales, no está al
nivel de otros corredores de mayor experiencia.
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Kemmelberg, camino empedrado hacia la gloria |
A
Sagan, que empezó a ganar en carreras de máximo nivel incluso a una
edad más temprana que Gaviria, también le costó conseguir su
primer triunfo de gran nivel. Fue precisamente en esta Gante-Wevelgem
que hoy ganaba por segunda vez. Ahora, tanto él como la carrera, son
mucho más monumentales, iconos imprescindibles del ciclismo. Los
monumentos del ciclismo son cinco. Algunos indocumentados llaman a la
joven e hiperpublicitada Strade Bianche italiana el sexto monumento
(cuando es una carrera sin tradición ni kilometraje ni belleza
comparable). A la Gante-Wevelgem no habría que llamarla el sexto
monumento, porque cada año es más ambiciosa, más hermosa y más
combatida que la mayoría de las clásicas de mayor prestigio. Es la
mejor prueba de Bélgica ahora mismo, frente a un Tour de Flandes y
una Lieja-Bastoña-Lieja en franca decadencia, porque ha sabido
perfectamente entender la historia y la naturaleza del ciclismo.
Porque ha entendido el significado de la palabra monumento y cada
temporada se ve el ciclismo más espectacular del año. La edición
anterior, la más formidable de los últimos tiempos, una auténtica
masacre por culpa (o gracias) a la lluvia y el viento, estuvo
parcialmente manchada por el triunfo final de uno de los ciclistas
más tramposos de este deporte, el italiano Luca Paolini (ahora mismo
suspendido por un positivo por cocaína en pleno Tour de Francia). En
2016, esta carrera monumental tuvo un vencedor monumental. Aunque
vencedor quizás no es la palabra correcta, porque la historia nos
dice que no hay victorias en los campos de Flandes, por mucho que se
apele a la diosa Niké. Sólo hay derrotados en estos campos. Podemos
decir que el eslovaco Peter Sagan fue el primero que los atravesó en
esta edición, en
un final memorable en el inicio de la primavera, cuando el día
empieza a caer y los coches y las motos iluminan el camino de los
ciclistas.
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Escribí esta entrada antes de conocer la muerte de Antoine Demoitié, ciclista del equipo Wanty atropellado durante la disputa de la Gante-Wevelgem por una moto. Su muerte es una desgracia y una vergüenza más para este deporte. Como señalaba en el párrafo anterior, en el ciclismo la palabra victoria siempre es relativa. Descanse en paz, Antoine Demoitié.