lunes, 28 de marzo de 2016

En los campos de Flandes

Sagan gana con la noche cayendo sobre Wevelgem
Desde tiempos inmemoriales, los monumentos del ciclismo han sido cinco. La Milan-Sanremo, el Tour de Flandes, la París-Roubaix, la Lieja-Bastoña-Lieja y el Giro de Lombardia, carreras que transcurren en las tres grandes naciones del ciclismo y que honran la cultura del centro de Europa, del sueño de la gran Europa decimonónica, desde los campos del Norte de Bélgica, por las ardenas flamencas, hasta el Mediterráneo, por la Liguria. Estas carreras, junto al Tour de Francia, el Giro de Italia y el campeonato del mundo en ruta represantan la base de más de un siglo de ciclismo, gran parte de la historia del deporte más bello de todos. El ciclismo es el deporte que muestra el esfuerzo humano por atravesar territorios y fronteras, y en su naturaleza se asemeja a la de los aventurados constructores de ferrocarriles o a los correos diplomáticos en tiempos de guerra, ambas cosas todavía existentes cuando empezaron las carreras ciclistas a finales del siglo XIX. No hay otro deporte que tenga un Poggio, un Aremberg, un Tourmalet. En el ciclismo son tan importantes los deportistas como los lugares en los que sucede. Wembley o Maracaná han cambiado hasta ser irreconocibles, al igual que el mítico trampolín de Holmenkollen, para cubrir necesidades más relacionadas con el negocio que con el deporte. Pero hay otro hecho que hace más grande al ciclismo, y es que esos lugares no son solo grandes por el ciclismo, sino que suelen llevar asociada una historia previa, una historia más grande que la de los vencedores, más grande que el propio ciclismo. El ciclismo honra esa historia, tanto como la suya propia.

Quizás la carrera que mejor resume esa idea sea el Giro de Italia, que siempre en su recorrido parece que intenta homenajear a la historia y a la cultura italiana. También pasa en el Tour de Francia, aunque Italia, por las propias características como nación, parece más acusado. En algunos momentos del Giro, la competición pasa a un segundo lugar, el habitual tedio de una etapa de transición donde parece que nada va a suceder se transforma en un acto de reivindicación del paisaje y de la cultura italiana. El ciclismo es un deporte donde se atraviesa un espacio. Un deporte que une, hermana, dos ciudades. Como la Milán-Sanremo, la París-Roubaix, la París-Bruselas (desgraciadamente venida a menos y renombrada únicamente como Clásica de Bruselas) o la carrera de la que quiero hablar hoy: la Gante-Wevelgem. Esta carrera que hace años servía de transición entre el Tour de Flandes y la París-Roubaix, ha ido ganando peso específico a lo largo de los años gracias al buen hacer de sus responsables, algo extraño en unos tiempos donde más bien sucede lo contrario: en busca de la explotación comercial más abusiva, los organizadores de las carreras están destrozando la tradición y la belleza de las carreras ciclistas. No ocurre eso en la Gante-Wevelgem, como digo, donde desde hace años han decidido alargar el kilometraje hasta los casi 250 kilómetros de carrera, logrando un magnífico equilibrio entre la dureza de los muros y su ubicación en el recorrido. En el ciclismo contemporáneo, dominado por estrategias conservadoras y “científicas”, asistimos a carreras aburridas que habitualmente se deciden en los kilómetros finales. En esta carrera flamenca, las dificultades están sabiamente implementadas, para que no gane el más fuerte, sino el que cumpla una serie de méritos no siempre relacionados con el físico puro y duro, sin olvidar factores como la buena o la mala fortuna (caídas, pinchazos y otros elementos aleatorios que han sido muchas veces clave en esta carrera).

Si comparamos la evolución reciente de la Gante-Wevelgem con la del Tour de Flandes (Ronde van vlaanderen en su nombre oficial), la primera gana por goleada. El Tour de Flandes, la fiesta del ciclismo de las dos provincias flamencas (es un deporte que une dos territorios, los hermana), es principalmente eso, una fiesta, un evento, y por el camino ha sacrificado el ciclismo y su aspecto monumental, renunciando a sus señas de identidad (los pasos por los muur de Geraardsbergen y Bosberg) para poder explotar comercialmente el acontecimiento, colocando gradas de pago y vendiendo al mejor postor su zona de llegada. Un final frío, oscuro, anónimo, una larga recta tétrica en la entrada de Oudenaarde, ha sustituido desde hace unas cuantas ediciones al incomparable curveo antes de enfrentar la línea de meta en Meerbeke, que tantos grandes momentos ha dado. Y ha llenado su parte final de muros de gran dificultad, eliminando el grado táctico, la posibilidad de sorprender con ataques valientes. Todo suele reducirse a una carnicería en los pasos finales al Oude Kwaremont y el Paterberg, encadeneados de manera fatal, avocando la carrera a un final previsible, alejado de la grandeza de las clásicas. En cambio, la Gante-Wevelgem ha sacrificado la espectacularidad y los réditos económicos inmediatos en favor de la monumentalidad. No solo en el kilometraje ya señalado. El punto central de la carrera, el Kemmelberg, es innegociable, donde se concentra el interés de la carrera y cientos de espectadores esperan la llegada de los ciclistas. En esta edición de 2016 se ha recuperado otra de las subidas adoquinadas a la colina, que atraviesa el osario que hay en una de sus laderas, incidiendo en esa idea de monumentalidad. Su inclusión fue un total acierto, pues allí llegó el grupo unido y salió despedazado. El primero en coronarlo fue el ruso Kuznetsov, que iba escapado, y por detrás atacó Cancellara primero y Sagan después. Tras ellos, un grupo con Vanmarcke, Van Avermaet, Stybar y el inevitable Sky, Rowe. El primero de este cuarteto, tuvo la suficiente fe para ir a muerte tras coronar el muro y enlazar con los dos de delante, que junto al ruso escapado se jugarían la victoria, mientras el trío que abandonó Vanmarcke se veía irremediablemente cortado por el viento y era finalmente engullido por el pelotón.

El Kemmelberg está ahí. Habrá ediciones donde subirlo sea un mero trámite, a veces llegará la carrera ya rota siendo un desgaste más y otras donde sea completamente decisivo, como fue el caso. Pero la colina estará siempre ahí, ya lo estaba antes del ciclismo y lo seguirá estando cuando ya no exista ciclismo (o al menos espero que así sea). El nombre, Kemmel, viene del dios celta de la guerra Camulos, y la villa que lo abraza desciende de una ocupación de más de 25 siglos. Es el monumento de la Gante-Wevelgem, una carrera monumental. Monumental también por su ambición a todos los niveles: deportiva, cultural e incluso plástica. Porque el ciclismo, al igual que todos los deportes (y ahí radica su belleza) se transmite a la gente a través de una forma, un estilo visual perfeccionado a lo largo de décadas, hasta el punto d que hoy vemos deporte inconscientemente, pero si ponemos atención descubrimos una perfecta técnica de montaje, de planos que se suceden. El ciclismo es el más difícil, porque es el más incontrolable. El fútbol y el baloncesto es una sucesión de planos generales, planos cortos en las interrupciones y repeticiones. El atletismo, los deportes de invierno o la natación están limitados a cámaras fijas y travellings estudiados. Pero el ciclismo es una continua lucha por hacer frente a las dificultades orográficas, medioambientales y a los propios cambios imprevisibles de la carrera. Y aún así, el más bello. Y la cumbre de su belleza única son las carreras de Flandes y especialmente la Gante-Wevelgem, con sus interminables rectas, con los grupos en abanico persiguiéndose unos a otros, filmándose bien en planos aéreos o en cámaras sobre motos, asistiendo a los efectos increíbles de la profundidad de campo.

La diosa Niké saluda a los ciclistas
Desde hace un par de años, la Gante-Wevelgem se llama oficialmente Gante-Wevelgem In Flanders Fields. Y es precisamente eso, la belleza de los campos de Flandes y los caminos que lo atraviesan, por encima de las dificultades montañosas, de la competición. El espacio que se cruza. La belleza de esos campos y su historia. In Flanders Fields se llama el museo que hay en Ypres, la última localidad de importancia que atraviesa la carrera antes de llegar a Wevelgem. Esta villa y sus alrededores fueron el centro de varias de las batallas capitales de la primera Guerra Mundial. Cuando se cumplieron cien años de la contienda, de las batallas horribles ocurridas allí, la carrera cambió de nombre. Y por eso en su recorrido se suceden los memoriales a los caídos de ambos bandos, el recuerdo del horror impregnado en esos campos, que cuando llueve y hace viento, llena de barro a los ciclistas. De Ypres se sale por la puerta de Menin, el impresionante monumento dedicado a los cuerpos de los soldados jamás identificados que murieron en los campos de Ypres. Recuperar la subida a la otra vertiente del Kemmelberg, no es solo una manera de añadir dificultad (un estudio de un medio belga considera esta vertiente como el muur más complicado de todo Flandes), sino que forma parte de ese homenaje. En la cumbre se encuentra un osario con restos de más de cinco mil soldados franceses que murieron bombardeados por artillería alemana, además de por la exposición a gases tóxicos en la primera vez que se utilizaban en el conflicto armado. Los ciclistas atravesaron el monumento dedicado a la diosa de la victoria Niké que honra a los soldados franceses. Es el enésimo monumento de esta carrera monumental, en todos los sentidos.

Como monumental fue su ganador, el tremendo Peter Sagan, nacido para ser uno de los mejores ciclistas de la historia, pero al que se le resiste habitualmente la victoria. Su puesto suele ser el segundo. En el Tour de Francia suele hacer unas diez posiciones entre los cinco primeros a lo largo de todo el transcurso de la carrera. Ha perdido de forma imprevista ante corredores a priori menos veloces que él, la última ocasión, hace un par de días en el E3 Harelbeke, la carrera que precede a la Gante-Wevelgem y que fue igualmente espectacular, terminado con un legendario duelo entre los dos últimos campeones del mundo (¿cuántas veces se ha podido decir esto en una carrera ciclista?) decantado a favor del polaco Michal Kwiatkowski. Pero Sagan persevera. Persevera en los errores, sabiendo que algún día acertará. Hoy Kwiatkowski no corría, pero Sagan sí, siempre al ataque, siempre generoso, pese a que habitualmente los que son rápidos en las llegadas se suelen reservar. Sagan no. Además de ganar, parece que quiere hacer méritos durante la carrera para merecerlo. Y por eso no se limitó a seguir la rueda de Cancellara en el Kemmelberg, sino que lo sobrepasó y lideró a los mejores en la cumbre y en su complicado descenso. Por eso, en lugar de guardar en los relevos, dio más que nadie en el grupo de cabeza, donde Vanmarcke daba relevos de peseta y Kuznetsov, que fue escapado en solitario kilómetros atrás, se guardaba para cubrirse del viento que antes le había azotado. En esos campos flamencos tan abiertos, el viento es violento y determina la carrera, por mucho que ahora ya no se atraviese zonas marítimas como hace unos años. A Sagan parecía darle igual. El eslovaco pierde mucho, pero a veces también gana, y eso es lo maravilloso. Que no es una máquina infalible de ganar como los monstruos del dopaje y del ciclismo científico. Pierde más que gana, pero lo intenta siempre, dejando muestras de su valía como ciclista. Y corre todo lo que puede, durante todo el año, con mejor o peor fortuna. En el sprint solo tuvo la oposición de Kuznetsov, el ruso que jugó bien sus cartas, pero lanzó el sprint demasiado pronto, intentando repetir la jugada de Kwiatkowski en Harelbeke dos días antes. Pero él no es el polaco y Sagan se pegó bien a su rueda. Lo rebasó con facilidad y ya no se dejó adelantar. En la línea de meta, el ruso, moralmente segundo, fue sobrepasado por Vanmarcke. Cancellara, sin opciones, fue cuarto.

En la meta, la imagen más icónica fue ver al gigante Tom Boonen felicitando y abrazando a Peter Sagan. El belga, ganador en tres ocasiones de la clásica, es el mejor ciclista de la historia en las clásicas flamencas, ostentando el record de victorias totales en las más importantes (aunque se le haya resistido siempre la que abre el calendario flamenco, la Omloop Het Nieuwsblad). Boonen es el gran monumento belga, y al igual que Sagan ha perdido muchas veces, y ha ganado también muchas veces siempre que se dieran las condiciones para sus victorias. Esto es, nunca ha logrado triunfos sobrehumanos. Un ciclista que ha conseguido ser tan grande como las carreras en las que participa y que honra con su presencia al maltrecho ciclismo contemporáneo. En el Kemmelberg, Boonen intentó estar con Cancellara y Sagan, pero pasó un invierno lesionado y ya está en los últimos años de su carrera, aceptando una inevitable decadencia, mientras que su gran rival Cancellara parece haber hecho un pacto con el diablo (ejem) y está tan fuerte como siempre. Uno y otro representan diferentes espectros del ciclismo. El clásico, fino y falible de Boonen; el espectacular, exagerado y de esfuerzo interminable de Cancellara.

Boonen se quedó en el monte Kemmel, pero luego lideró a su equipo en la persecución. En lugar de quedarse en una posición secundaria, como leyenda y jefe del mejor equipo belga que es, fue el que más trabajó, mientras que Terpstra y Stybar parecían guardar para otra ocasión. En parte comprensible, porque Boonen ya lo ha ganado todo y no tiene nada que demostrar, mientras que los otros aún están construyendo su palmarés. Pero Boonen tiraba como si no hubiese más carreras, y era un placer verle comandar el grupo por las rectas camino de Ypres y Wevelgem. Todos ellos trabajaban para el increíble Fernando Gaviria, el velocista colombiano que enamora a todos, que no se conforma con ser el más rápido en los sprints masivos y que pasó el Kemmel en los grupos cabeceros. Hace unas semanas llegó en cabeza en el monumento más grande de todos, la Milán-Sanremo. Se colocó con desparpajo en cabeza, vigilando el grupo y se cayó justo antes del sprint en una maniobra tonta, quedando en suspense qué podría haber hecho en la carrera más importante del calendario, a la tierna edad de 21 años. Hay aficionados que no dudan de que hubiese ganado. Yo creo que hubiese hecho un meritorio puesto de honor, pero no se hubiese impuesto a corredores de mayor fondo. Roelandts, que no es sprinter, fue tercero, ganando a muchos más rápidos que él. El miércoles en la Dwars door Vlaanderen, en otra gran clásica del calendario flamenco, también llegó en cabeza con todo a favor para ganar y sólo pudo ser décimo. En la llegada a Wevelgem, luchando por el quinto puesto, no consiguió imponerse a Arnaud Démare, precisamente vencedor de la Milan-Sanremo que muchos atribuyen imaginariamente a Gaviria de no haberse caído. No dudo que Gaviria será el hombre a batir en muchas de estas clásicas en los próximos años, pero ahora mismo en un sprint, tras todo el kilometraje y todas las dificultades orográficas y medioambientales, no está al nivel de otros corredores de mayor experiencia.

Kemmelberg, camino empedrado hacia la gloria
A Sagan, que empezó a ganar en carreras de máximo nivel incluso a una edad más temprana que Gaviria, también le costó conseguir su primer triunfo de gran nivel. Fue precisamente en esta Gante-Wevelgem que hoy ganaba por segunda vez. Ahora, tanto él como la carrera, son mucho más monumentales, iconos imprescindibles del ciclismo. Los monumentos del ciclismo son cinco. Algunos indocumentados llaman a la joven e hiperpublicitada Strade Bianche italiana el sexto monumento (cuando es una carrera sin tradición ni kilometraje ni belleza comparable). A la Gante-Wevelgem no habría que llamarla el sexto monumento, porque cada año es más ambiciosa, más hermosa y más combatida que la mayoría de las clásicas de mayor prestigio. Es la mejor prueba de Bélgica ahora mismo, frente a un Tour de Flandes y una Lieja-Bastoña-Lieja en franca decadencia, porque ha sabido perfectamente entender la historia y la naturaleza del ciclismo. Porque ha entendido el significado de la palabra monumento y cada temporada se ve el ciclismo más espectacular del año. La edición anterior, la más formidable de los últimos tiempos, una auténtica masacre por culpa (o gracias) a la lluvia y el viento, estuvo parcialmente manchada por el triunfo final de uno de los ciclistas más tramposos de este deporte, el italiano Luca Paolini (ahora mismo suspendido por un positivo por cocaína en pleno Tour de Francia). En 2016, esta carrera monumental tuvo un vencedor monumental. Aunque vencedor quizás no es la palabra correcta, porque la historia nos dice que no hay victorias en los campos de Flandes, por mucho que se apele a la diosa Niké. Sólo hay derrotados en estos campos. Podemos decir que el eslovaco Peter Sagan fue el primero que los atravesó en esta edición, en un final memorable en el inicio de la primavera, cuando el día empieza a caer y los coches y las motos iluminan el camino de los ciclistas.

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Escribí esta entrada antes de conocer la muerte de Antoine Demoitié, ciclista del equipo Wanty atropellado durante la disputa de la Gante-Wevelgem por una moto. Su muerte es una desgracia y una vergüenza más para este deporte. Como señalaba en el párrafo anterior, en el ciclismo la palabra victoria siempre es relativa. Descanse en paz, Antoine Demoitié.

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