martes, 9 de abril de 2019

Alberto Bettiol devuelve el ciclismo a 1994

El maillot de Education First parece una caja de condones


Yo tenía ocho años durante la temporada ciclista de 1994. Fue un año de muchos cambios en este deporte, más de los que imaginábamos en aquel momento. O de los que un niño podía pensar. Fue el último año que la Vuelta a España se celebró en primavera, lo que hizo que cambiase de forma bastante dramática el calendario ciclista. Al comienzo del año, Antonio Martín, la joya de la corona del ciclismo español, salía a entrenar para no volver, asesinado por un camión. Un suceso trágico que no se me fue jamás de la cabeza. Lo que marcó la temporada fue el Giro de Italia, aquel donde todos los niños que nos habíamos aficionado al ciclismo gracias a Miguel Indurain le vimos doblar la rodilla en una carrera que con el paso de los años adquirió tintes de legendaria, pese a la pésima realización de Telecinco, de la que sólo cabe recordar el leitmotiv musical de Chronologie de Jean-Michel Jarre.

Indurain luchó aquel Giro como pocas veces le vimos disputar, pero aún así perdió, contra dos de las peores lacras que dio el ciclismo. Un corredor y un equipo, e hizo temblar la leyenda de aquel ídolo navarro que ganaba como se ganaba en los sueños, con un comportamiento que enseñaba más que cualquier clase de religión o ética. Indurain era como el rey Salomón, implacable, pero justo; benévolo, pero recto. Al Tour nos acercamos con nerviosismo, como imaginando que aparecerían otros ciclistas que romperían con el mito del gran héroe español. Pero el ciclista de Banesto resolvió la carrera de forma rotunda en tan sólo dos etapas: la contrarreloj de Bergerac donde masacró al resto de corredores y, dos días después, en la cima de Hautacam, la montaña del dopaje, donde hizo la que posiblemente fue su mayor exhibición en la montaña. Un monólogo de muchos kilómetros, eliminando rivales según avanzaba la subida, sólo interrumpido por la victoria final del único que aguantó su rueda, el francés Luc Leblanc. Hautacam ha sido escenario de las escenas más vergonzosas del ciclismo. Dos años después, un danés con el hematocrito disparado humilló al resto de corredores para llevarse fraudulentamente el Tour, y en 2008, dos corredores dopados hasta arriba de CERA y del mismo equipo entraban de la mano, dos días antes de que ellos, con el resto de su equipo, huyesen de Francia escapando de las autoridades. El día de Indurain no fue muy diferente, aunque la memoria de la infancia siempre ennoblece estas cosas, y la categoría del campeón navarro, pese a todas sus sombras, está muy por encima de la de Bjarne Riis o la de Leonardo Piepoli. El Tour del 94, que hasta aquel momento estaba siendo muy divertido, con la siempre atractiva excursión inglesa, el viaje por el eurotúnel y un nuevo líder casi cada día, quedó visto para sentencia, con Indurain mirando cual rey Salomón cómo se repartían el resto de plazas del podio, e incluso del top 5.

Segundo de aquel Tour fue Piotr Ugrumov, ciclista de 33 años de trayectoria lagunar, antiguo campeón del Tour del Porvenir cuando los soviéticos venían con toda la artillería, capaz de lo mejor y de lo peor. Afincado en Italia, fue conejillo de Indias de una serie de médicos milagro que vinieron a aplicar sus nuevas formas de entrenamiento y cuidados  al ciclismo, lo que tiempo después unos llamaron marginal gains y otros solomillo de Irún. Ugrumov corría en el equipo Gewiss, que nos sonaba porque era el equipo para el que corría Evgeni Berzin, ganador del Giro y verdugo de Indurain, así que ver a nuestro ídolo dejando a otro de ese equipo a más de cinco minutos y casi regalándole el segundo puesto, fue como una especie de venganza. Tras un Tour discreto rozando el top 10, el letón fue el mejor de las últimas tres etapas (ganó dos y quedó segundo en otra) para remontar ¡nueve! minutos a todos los favoritos y hacerse con la segunda plaza.

Ugrumov corría, como digo, en el Gewiss. El equipo italiano donde los líderes eran rusos y letones. Los italianos siempre fueron expertos en traerse esos “talentos” tras la disolución de la URSS. Así acabaron por el pelotón azzurro los Tchmil, Konishev, Poulnikov... lo que quizás fue una contraprestación por los servicios prestados, ya que durante los años 80 era costumbre que las federaciones deportivas de los países occidentales mandasen a sus médicos de cabecera becados a los países del Este para que aprendiesen nuevas formas de mejora del rendimiento deportivo. Eso fue el espíritu olímpico de los 90, que los italianos llevaron a la práctica en Albertville y Lillehammer, y España en Barcelona. El médico de aquel equipo era Michele Ferrari y convirtió a una serie de talentos, ciclistas con proyección, estrellas en decadencia y zopencos sobre dos ruedas en auténticos campeones que dominaron el año ciclista de cabo a rabo, aunque para un niño español en 1994 todo eso no fuera muy evidente en aquel año, aunque sí recuerdo aquellas imágenes realmente sorprendentes de una carrera belga donde tres ciclistas del mismo equipo, aquel Gewiss, volaban en solitario, con la mirada robótica en el horizonte, inalcanzables para el resto del pelotón. Era la Flecha Valona, en una de las pocas ediciones donde no se decidió en la subida final al muro de Huy, sino aquella misma mañana en el autobús del equipo, o la noche anterior en la nevera portátil de Michele Ferrari. Cuenta la leyenda, esto es, David Walsh, que Lance Armstrong participó en aquella carrera y fue uno de los muchos humillados por la Gewiss. Aquel día salió completamente derrotado, pero entendió todo lo que tenía que hacer para triunfar en el ciclismo.

La Gewiss no sólo ganó uno de los Giros más terribles. No sólo alcanzó el podio del Tour de Francia tras remontar nueve minutos en tres etapas. No sólo copó el podio de una clásica belga, tras rodar tres compañeros juntos los últimos 70 kilómetros de carrera. Aquel año ganaron también la Milán-Sanremo, la Tirreno-Adriático, la Lieja-Bastoña-Lieja y el Giro de Lombardía. Furlan, vencedor de la primera, consiguió siete victorias individuales en poco más de un mes, para un total de más de treinta de un equipo. Furlan sólo consiguió tres victorias más en toda su vida (tras conseguir siete en un mes, insisto), dos en Suiza (ya sabemos cómo trata este país a los criminales) y la última, atención, redoble de tambores, en Lugo, en el marco de una mítica Volta a Galicia ganada ni más ni menos que por Miguel Indurain. La carrera pasó delante de mi casa y recuerdo la felicidad que sentí al ver tan cerca a mi gran ídolo. Furlan ganó su última carrera en 1995 en una oscura y pobre ciudad gallega, mientras su lugar como velocista tirano del equipo era ocupado por Minali, otro monstruito de Ferrari que se hinchó a ganar carreras en aquel año, donde la fórmula ganadora de la Gewiss empezaba a ser la comidilla de los corrillos ciclistas.

Furlan no era un ciclista desconocido, era un sprinter con muchas victorias, pero que con su paso por las manos del doctor Michele Ferrari se convirtió en una máquina de victorias, al menos durante un breve espacio de tiempo. La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, dicen en Blade Runner. Y muchas historias del ciclismo terminan así, cuando un corredor hace cosas completamente imposibles, victorias fuera de su alcance y con una continuidad sencillamente imposible para un ser humano, para al poco tiempo andar mendigando puestos de honor en carreras de serie Z o directamente cerrar pelotones, donde algunos se mantienen como mentores o como camellos. O como las dos cosas, que en el ciclismo de los últimos años viene siendo casi lo mismo.

Toda esta historia, además de como exorcización personal y batallitas ciclistas que nos gustan tanto como las odiamos, sirven para poner en contexto lo que sucedió este pasado domingo en la provincia de Flandes, donde un italiano venido de la nada se convirtió en gran campeón para arrasar en una de las carreras más apreciadas de cada temporada, el Tour de Flandes. Una de esas carreras que antes de la dictadura del dopaje sólo parecía al alcance de los grandes campeones. El dopaje siempre ha sido parte del ciclismo, desde sus mismos inicios, pero sólo en estos tiempos parece juez y parte de todas las carreras, porque todo lo que sucede es absolutamente inverosímil.

Haciendo un poco más de historia, recuerdo el Tour de Flandes de 2011. Aquella edición se recuerda por muchas cosas. Por el ataque de Fabian Cancellara a 40 de meta y su posterior pájara. Por la victoria sorprendente de Nick Nuyens. Pero yo recuerdo también el brutal ataque de Philippe Gilbert en el Bosberg que dejó al resto de corredores completamente secos. Gilbert corona sólo el Bosberg, a diez de meta, y parece que puede ganar. El belga siempre había sido un corredor de atacar mucho y ganar poco, aunque en aquel 2011 todo iba a cambiar unas semanas después. Un corredor que gustaba a todo el mundo. Con una ventaja de bastantes segundos, Gilbert estaba cerca de meta con una pequeña distancia, pero con la posibilidad de llegar. Pero al poco, el ciclista valón se frena y decide esperar a sus perseguidores, que tampoco estaban perfectamente organizados en su caza. Quizás una mala decisión por su parte, ya que luego en meta sólo pudo ser octavo, y para eso mejor morir en el intento. Pero aquel ataque de Gilbert fue de los más brutales que recuerdo yo en el Tour de Flandes. Es cierto que está el de Cancellara con el motor (dadle a motor sentido figurado o no, según vuestras convicciones) en el Kapelmuur, pero incluso aquel yo no lo definiría como brutal. Entre que fue sentado y que Cancellara hizo en más ocasiones ese tipo de arrancadas, es algo que podría entrar dentro de la maltratada lógica del ciclismo. Lo de Gilbert fue realmente sorprendente. Por mucho que fuese un ciclista extraordinario, verle rodar así en los adoquines de Flandes, acabando con el resto de corredores fue algo que no esperaba.

Aquel ataque de Gilbert fue lo más bruto que recuerdo haber visto yo en el Tour de Flandes. Hasta este domingo. Con la diferencia de que aquel ataque del Bosberg lo hacía un corredor que tenía en su palmarés dos Giros de Lombardía, dos París-Tours, dos Het Volk, dos Giros del Piamonte y una Amstel Gold Race. Es decir, que si se hubiese quedado muerto ahí mismo en el Bosberg a lo Tom Simpson ya tenía palmarés y credenciales suficientes para ser considerado uno de los mejores ciclistas de lo que llevabamos del siglo XXI. El ataque perpetrado en el Oude Kwaremont que recuerda a aquel de Gilbert corrió a cargo de Alberto Bettiol, un italiano de 25 años sin victorias profesionales cuyo mejor resultado era un podio en la Vuelta a Polonia, esa carrera donde van los jóvenes talentos de los equipos a foguearse y donde se han lucido en edad temprana corredores como Sagan, Dan Martin o Moreno Moser, Moreno quizás por Argentin y Moser por esa familia de mal recuerdo para todo el ciclismo. Un nombre y un apellido que explican la trayectoria profesional que ha tenido.

Es cierto que el nombre de Bettiol sonaba. Que decían que era muy bueno, que había futuro, que aquí y allá había cosas que daban para ciclista de cierta entidad. Pero en cinco años no había conseguido nada, y sus resultados son equiparables a los de Joe Dombrowski o Sven Erik Bystrom, dos corredores que prometían mucho y que se han quedado en unos de tantos ciclistas. Es cierto que Bettiol tuvo una lesión muy grave. Y es cierto que nunca es tarde para explotar y para ganar una gran carrera. Pero no así. En el ciclismo, esto significa una cosa, y sólo una cosa. Y es revivir el fantasma de los Bobrik, Minali, Colombo, Furlan... Con la diferencia de que todos ellos habían conseguido mejores credenciales que Bettiol antes de su primera gran victoria. Es decir, que ni el ejemplo del Gewiss vale para este corredor. Porque además, puedes ganar, como ganó Nuyens, incluso como ganó Devolder, apoyándose en muchas cosas, pero también en un equipo que bloqueó la carrera, pero no así. Bettiol ganó a lo Bjarne Riis en Hautacam. Pasaban los 250 kilómetros de carrera. Atrás se habían quedado completamente vacíos el campeón de hace dos años Philippe Gilbert, que parece aceptar la edad que tiene con resignación (no como Valverde), y su compañero Zdenek Stybar, quizás el máximo favorito tras ganar los dos test previos más importantes para De Ronde, la Omloop y Harelbeke. Se había quedado el gran talento danés Magnus Cort Nielsen, en pleno llano y con las piernas rotas. Sagan parecía que hacía la goma. A Greg van Avermaet le pesaban las piernas. Insisto, doscientos cincuenta kilómetros de carrera. Ahí apareció Alberto Bettiol, 25 años, ninguna victoria como profesional, ningún resultado entre los veinte primeros en ningún monumento. En ese momento apareció ese joven italiano que prometía cosas, como Ivan García Cortina, vigesimocuarto final; como Matej Mohoric, cuadragésimo primero.

Apareció Alberto Bettiol, que seguramente jamás haya hecho un ataque por la victoria de una carrera por encima de los doscientos kilómetros. Y en el día más señalado de este deporte, con un cientos de flamencos borrachos jaleando y ante un triple campeón del mundo, ante el actual arcoiris, ante el mejor corredor flamenco del último lustro, ante un ex-campeón de Flandes y Sanremo y el actual vencedor de la Lieja, en ese increíble momento de máxima tensión, de que sólo por estar en ese escenario y rodeado de semejantes estrellas del ciclismo, no le temblaron las piernas, sino que metió el ataque más agresivo que se recuerda en el Tour de Flandes y ante el que nadie, absolutamente nadie, pudo reaccionar. Imposible. Salió disparado como un cohete y no dudó en los menos de veinte kilómetros que quedaban hasta la meta. No le temblaron las piernas, no miró para atrás. Un chico de 25 años, sin victorias ni resultados, en el día más importante de su vida, no tuvo ninguna duda de dónde atacar. Lo hizo con una contundencia salvaje, como si lo hiciera en cada carrera, como si llevase diez años haciéndolo.


El grupo de los elegidos. Suman diez monumentos. Y gana Bettiol

Llegó a meta esprintando y realizando gestos desafiantes a la cámara. Después de 270 kilómetros. Después de 18 kilómetros en solitario, donde Philippe Gilbert, cuatro monumentos y una decena de grandes clásicas, no había aguantando diez, y sin tener el Paterberg por el medio, que Bettiol pulverizó sin merma alguna para su rendimiento. Apenas hizo gestos de cansancio, sino que encima se acercó a hablar al micrófono de un periodista italiano para seguir con su actitud macarra, mientras el segundo Kasper Asgreen, un danés que corría el monumento por primera vez, se cruzaba encima de su bicicleta intentando recuperar el aliento. La carrera de Asgreen fue realmente sorprendente (en ciclismo el adjetivo sorprendente tiene tanto connotaciones tanto positivas como negativas), pero al lado de lo de Bettiol parece innecesario detenerse en este rendimiento. ¿Si hubiese ganado Kasper Asgreen de la forma que lo hizo Alberto Bettiol qué hubieran dicho todos los que no ven nada raro en el desenlace de esta carrera? ¿Quién tendría que haber ganado “a lo Bettiol” para que sembrasen alguna duda en su cabeza? ¿Lluís Mas, antepenúltimo ayer? Quizás hubiesen dicho qué coraje tiene o que Mas sacó todo lo que tiene dentro en el día más importante. Porque cuando entras en la dinámica de cerrar los ojos y justificar todo, todo vale. Nos achacarán lo mismo a los que dudamos, pero poner al mismo nivel la fe ciega y la duda razonable, me parece tan demencial como defender al vencedor de esta carrera.

Un 29 de octubre de 1993 nacía Alberto Bettiol. La temporada ciclista había llegado a su fin unos días antes en su cierre tradicional en Montjuic. Maurizio Fondriest ganaba los dos sectores y la general, por delante de Claudio Chiappucci. El ciclismo había cambiado en 1991, cuando un grupo de jóvenes ciclistas de gran proyección habían hundido al gran Greg LeMond en un Tour de Francia al que el americano llegaba en el mejor momento de su vida deportiva. Volvería a cambiar en 1994 cuando un médico italiano volvió a alterar el status quo del ciclismo, con la colaboración de una serie de corredores que aceptaron lo que les proponía, contra su salud y su dignidad. Desde entonces ha cambiado muchas veces, y el giro de guión ha llegado siempre de la misma manera: cuando un ciclista que no se sabe muy bien de dónde viene y que nunca ha obtenido resultados de alcance, destroza una carrera y la domina por completo. Y esta historia ha seguido siempre, siempre, siempre el mismo guión.

Bienvenidos de nuevo al año 1994. ¿Y si vuelve la Volta a Galicia?

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